EL LEGADO DE MI MADRE

El legado de mi madre - Paul Brand


El legado de mi madre


Lo que aprendí de la Dra. Pfau, Abbe Pierre y los demás reforzaron una de las lecciones que aprendí de mis padres en la cordillera Kolli Malai de la India. Mi madre, en especial, me dejó un fuerte legado, que me llevó años apreciar por completo. Me he referido varias veces a la vida de mi madre en las montañas llamadas «Montañas de muerte» en donde nací. Viví con mis padres por nueve años felices antes de ir a Inglaterra para continuar la escuela. Ahí me quedé con dos tías en una casa majestuosa en un suburbio de Londres, la mansión en la que mi madre había crecido.
La familia Harris era próspera, y la casa contenía numerosos recordatorios de como había sido la vida para Evelyn, mi madre, antes de sus días como misionera. Estaba amoblada con caoba, y sus gabinetes se encontraban llenos de tesoros invaluables.
Mis tías me contaron que mi madre solía vestirse con cierto lujo y me mostraron algunos de sus vestidos de seda y encaje y los sombreros de largas plumas todavía colgados en su armario. Vi las acuarelas y óleos que había pintado años antes pues ella había estudiado en el Conservatorio de Artes de Londres. También había retratos suyos; mis tías me dijeron que los estudiantes varones solían competir por el privilegio de pintar a la hermosa Evelyn. «Se parece más a una actriz que a una misionera», alguien había comentado en su fiesta de despedida antes de su viaje a la India.
Sin embargo, cuando mi madre volvió a Inglaterra después de la muerte de mi padre, debido a la fiebre intermitente, ella era una mujer quebrantada, doblegada por el dolor y la aflicción. ¿Podría posiblemente esta mujer doblegada y harapienta ser mi madre?,  recuerdo que pensé en ese momento. Hice un insensato voto de adolescente, debido a lo aturdido que estaba por el cambio que se había operado en ella: “Si esto es lo que hace el amor, nunca voy a amar tanto a otra persona.”
Contra todo consejo mi madre volvió a la India, y allí su alma fue restaurada.
Ella vertió su vida en la gente de las montañas, atendiendo a los enfermos, enseñando agricultura, dando conferencias en cuanto a los gusanos de guinea, criando huérfanos, limpiando la selva a mano, sacando dientes, estableciendo escuelas, cavando pozos, predicando el evangelio. Mientras yo me quedaba en la mansión de su niñez, ella vivía en un galpón portátil, de dos metros cuadrados, que podía desarmar, transportar y volver a armar.
Viajaba de continuo de aldea a aldea. En sus viajes por las zonas rurales dormía dentro de un diminuto mosquitero que no le daba protección de los elementos (cuando la tempestad se desataba por la noche, ella se envolvía en un impermeable y levantaba un paraguas sobre su cabeza).
Mi madre tenía sesenta y siete años cuando yo fui a la India como cirujano. Vivíamos solos a unos cientos de kilómetros de distancia, aunque llevaba todo un viaje de veinticuatro horas llegar a su lugar en las montañas. Sus años activos en las montanas habían cobrado su precio. Su piel estaba curtida por el clima, su cuerpo infestado por la malaria, y caminaba cojeando. Se había roto un brazo y trizado varias costillas al ser arrojada de un caballo. Esperaba que se jubilara pronto pero ¡qué equivocado estaba A los setenta y cinco anos, todavía trabajando en las montanas Kolli, mi madre se cayó y se rompió la cadera. Se quedó toda la noche en el piso aguantando el dolor hasta que un trabajador la halló a la mañana siguiente. Cuatros hombres la llevaron cargada en un catre de cuerdas y madera montaña abajo hasta las llanuras y la pusieron en un jeep para el agonizante viaje de ciento cincuenta kilómetros por caminos de tierra. Yo estaba fuera del país cuando ocurrió el accidente, y tan pronto como volví programé un viaje a las Kolli Malai con el propósito expreso de persuadir a mamá de que se jubilara.
Sabía lo que había causado el accidente.
Como resultado de la presión en las raíces del nervio espinal de las vértebras rotas, ella había perdido algún control sobre los músculos debajo de la rodilla. Cojeando, y con una tendencia a arrastrar los pies, había tropezado en el umbral de la puerta mientras llevaba una jarra de leche y una lámpara de queroseno. «Mamá, tienes suerte de que alguien te hallara al día siguiente», empecé mi discurso preparado. «Podías haber pasado días sin poder moverte. ¿No deberías pensar en jubilarte?»
Ella guardó silencio, y yo aproveché la oportunidad para apilar más argumentos. «Tu sentido del equilibrio ya no es tan bueno, y tus piernas no te sirven muy bien. No es seguro que vivas sola aquí en donde no hay atención médica en un día de camino a la redonda. Piénsalo. Apenas en estos últimos años te has fracturado las vértebras y las costillas, tuviste una conmoción cerebral y una infección grave en una mano. Seguro te has dado cuenta de que incluso las mejores personas a veces tienen que jubilarse antes de llegar a los ochenta. ¿Por qué no vienes a Vellore y vives con nosotros?
Tenemos abundante trabajo bueno para que hagas y estarás mucho más cerca de la atención médica.
Nosotros te cuidaremos, mamá». Mis argumentos eran absolutamente contundentes, por lo menos para mí. Mamá ni se conmovió. «Paul», dijo al fin, «tú conoces estas montañas.
Si yo me voy, ¿quién va a ayudar a los campesinos? ¿Quién tratará sus heridas y les sacará los dientes y les enseñará en cuanto a Jesús? Cuando alguien venga para tomar mi lugar, entonces y sólo entonces me jubilaré.
En cualquier caso, ¿para qué preservar este viejo cuerpo si no va a ser usado en donde Dios me necesita?» Esa fue su respuesta final.
Para mi madre, el dolor era un compañero frecuente, así como el sacrificio.
Lo digo con bondad y amor, pero en la vejez a mamá le quedaba muy poca de su belleza física. Las condiciones primitivas, combinadas con las caídas que la lisiaron, y sus batallas con la tifoidea, la disentería y la malaria, la hicieron una vieja enjuta y jorobada. Los años de exposición al viento y al sol habían curtido su piel facial convirtiéndola en cuero y surcándola con arrugas tan hondas y extensas como ningunas que haya visto en una cara humana. La Evelyn Harris de las ropas elegantes y el perfil clásico era un recuerdo tenue del pasado.
Mamá lo sabía tan bien como cualquiera, y por los últimos veinte años de su vida rehusó tener un espejo en casa.
Sin embargo, con toda la objetividad que un hijo puede aportar, en verdad puedo decir que Evelyn Harris Brand fue una mujer hermosa hasta su mismo fin. Uno de mis recuerdos visuales más fuertes de ella es en una aldea en las montañas, posiblemente la última vez que la vi en su ambiente.
Cuando se acercó, los aldeanos habían salido corriendo para recibir las muletas y llevarla hasta el lugar de honor. En mi recuerdo, ella esta sentada en una pared baja de piedra que rodea la aldea, con las personas oprimiéndole por todos lados. Ya han escuchado que ella los elogia por proteger la provisión de agua y por el huerto que florece en las afueras.
Y ahora están escuchando lo que ella tiene que decirles en cuanto al amor de Dios por ellos. Las cabezas asienten y las preguntas profundas y serias surgen de la multitud. Los propios ojos reumáticos de mi madre brillan, y estando junto a ella puedo ver lo que debe estar distinguiendo con su visión que ya esta fallándole: caras de mirada intensa que muestran confianza y afecto hacia alguien que ellos han aprendido a querer.
Nadie más en la tierra, me doy cuenta entonces, recibió tanta devoción y amor de esos aldeanos. Ellos estaban mirando a una cara huesuda, arrugada y vieja, pero de alguna manera sus tejidos encogidos se habían vuelto transparentes y ella era todo espíritu gentil. Para ellos, y para mi, era hermosa. Granny Brand no tenía necesidad de un espejo hecho de vidrio y cromo pulido... podía ver su propio reflejo en las caras resplandecientes que la rodeaba.
Pocos anos después mi madre murió, a los noventa y nueve años.
Siguiendo sus instrucciones los aldeanos la sepultaron en una sencilla sabana de algodón para que su cuerpo volviera al suelo y nutriera nueva vida. Su espíritu también sigue viviendo, en una iglesia, una clínica, varias escuelas, y en las caras de miles de pobladores en cinco cordilleras de montanas al sur de la India.
Un colega una vez comentó que Granny Brand estaba más viva que cualquier persona que jamás hubiera conocido. Al entregar su vida, la halló.
Ella conocía bien el dolor. Pero el dolor no necesita destruir. Puede ser transformado... una lección que mi madre me enseñó y que nunca he olvidado.


Extraído del libro “El Don del Dolor” del Dr. Paul Brand y Philip Yancey.
Editorial Vida.

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